Un día me contó mi madre que cuando yo era
pequeño e íbamos los domingos a misa, teníamos que ir medía hora antes, pues a mí
lo que más me gustaba de ir a misa era pasear por el jardín de Franza. Pero
para lo que a mis ojos infantiles era un jardín, los adultos le llamaban
cementerio.
Recuerdo paseando de la mano de mis padres por
el jardín de Franza, a los pies de la iglesia de Santiago. En la parte más alta
de mi pueblo. En el límite de Franza e O Seixo.
El pueblo se extiende desde la iglesia hasta
el mar y desde el cementerio se puede contemplar el pueblo y la ría de Ferrol.
Sería quizás por la variedad de flores de las tumbas y los nichos, los
cipreses o los viejos árboles que lindan de los bosques al cementerio lo que
hacía sin duda para mi no sólo un lugar
santo, sino mágico. Mis padres me contaban que la gente cuando moría
descansaba sus cuerpos en ese lugar, y sus almas subían al cielo. Sabía donde
estaba cada familiar en el cementerio y preguntaba también quien había en cada
sitio, quienes eran… Escuchaba atentamente lo que me contaban no como algo
tétrico, todo lo contrario, era algo fascinante. Una puerta entre el cielo y la
tierra había entre nosotros y no tenía duda que la comunicación era posible.
Empecé a ir yo solo al cementerio. Saludaba a
mis familiares y les hablaba, contaba cosas tanto a ellos como a demás
difuntos. A veces apoyaba las manos en los nichos, cerraba los ojos, con la
intención de poder averiguar cosas de sus vidas. Sentir como podían estar y
como si fuera dibujos animados les mandaba energía con mis manos con la intención de llenarles de luz.
Hablaba con los muertos de lo que quería ser de mayor (yo quería ser artista) y
cantaba y bailaba entre las tumbas y los nichos. Como iba a suponer en esos
juegos infantiles que para muchas culturas los cánticos y las danzas se usaban
para invocar a los espíritus. Si alguien quiere saber si yo deseaba ver algún
muerto o espíritu. Lo deseaba totalmente, pero nunca vi ninguno. Quizás porque
siempre se van a presentar como tu estés preparado para sentirlos. Por supuesto
yo no lo estaba. Quizás se presentaban en el silbido del viento entre los
árboles, o en el vuelo de las mariposas mientras cantaba. Pero he de confesar que cuando abandonaba el
lugar. Siempre he tenido el mismo ritual. Me giraba en la puerta contemplando
el lugar mágico, me santiguaba y me
sentía lleno de energía. Ahora se que
salía bendecido por mis ancestros y los espíritus.
Nunca he dejado de ir al cementerio. En cada
regreso a mi hogar, un día o dos vuelvo siempre al jardín de mi infancia, paseo
entre los recuerdos, entre los nichos y las tumbas. Medito, rezo o simplemente
respiro el aire fresco que corre entre los árboles, el silencio roto de vez en
cuando por ráfagas de viento, la tranquilidad del lugar y la energía viva que
el sitio me trasmite. Me relajo y dejo que la energía fluya. Los muertos son
cuerpos que el alma abandona para seguir creciendo y compartiendo. Un canal de
energía entre la tierra y el cielo es el camposanto. Entre la vida y la muerte.
Un lugar sagrado donde su propia energía va trasmutando según el tiempo y el
espacio.
Ahora la pregunta obligada sería: “¿Se puede comunicar uno con los muertos? ¿Se puede tener señales del más allá?” No voy a
decir que si ni que no. Solamente contaré una anécdota tan real como que existe la vida y la muerte.
Durante mi adolescencia siempre he tenido una
relación muy especial con mi tío abuelo Arsenio (hermano de mi abuela). Era un
hombre al que la gente consideraba raro. La verdad no era un hombre común, como
la gente de su edad en el pueblo, tampoco había tenido una vida común e igual a
la de ellos. Era una persona que había viajado mucho por el mundo. Se había
casado divorciado varias veces, cuando aquí eso era una cosa impensable él ya
lo había vivido hasta tres veces. Había pasado por campos de concentración. Y
tenía una mentalidad mucho más abierta
incluso que de gente más joven que él.
Yo pasaba tardes enteras en su casa donde él me contaba historias,
hablaba de los libros que leía… poco a poco con los años mi tío empezó a
convertirse en una persona huraña y desconfiada. Yo creo que no se pudo adaptar
a una vida nueva en España. Desconfiaba de todo el mundo hasta tal punto que
sólo a mí me dejaba entrar en su casa. Con el paso del tiempo mi tío empezó a
enfermar todavía más, cuando iba a su casa se hacía el muerto y me asustaba.
Yo no estaba preparado para asumir una muerte. Y sobre todo encontrarla de
cara. Mi tío enfermo más y hubo que ingresarlo en el hospital. Yo de aquella
empezaba a vivir en Madrid. No tuve valor para visitarlo los últimos meses de
su vida cuando estaba más enfermo. Y en
el primer estreno de mi primera obra de teatro en Madrid mi tío falleció. A mí
se me comunicó al día siguiente. No me despedí de mi tío.
Pasaron los años, todo lo de mi tío de
herencias y más cosas estaban resueltas desde el momento de su defunción. Pero
yo no olvidaba haberme despedido de mi tío. A veces en sueños, era como si mi tío
siguiera vivo y esperaba que me
fuera despedir de él. Una tarde en el
cementerio lloraba ante su nicho. “Necesito una señal, algo para saber si me
perdonas, si estás ahí, si me guardas rencor… Necesito saberlo”. Lloraba sinceramente por la pena y la culpa de
no haberme despedido.
Aún no había pasado un mes ya de vuelta en
Madrid. Recuerdo que estaba pasando duros problemas económicos. No podía hacer
frente a mis gastos. De repente en mi libreta de ahorro apareció una importante
suma de dinero. No sabía de donde podía haber venido. Primero pensé que me lo
había ingresado mi familia pero no era
el caso. Cuando fui al banco me
explicaron que apareció una libreta de ahorro de mi tío y tenía mi nombre como
segundo titular. Por eso directamente lo ingresaron en mi cuenta.
Recordé la tarde en el cementerio. Supe que
era la señal y que él no sólo me había perdonado sino que desde donde estaba me
protegía en mi camino como yo siempre le pedí. Luz también para ti tío Arsenio.
Desde el jardín del alma
Siso Santos