Había una vez una personita pequeña que
habitaba en un lugar tan cercano, tan cercano
que podía vivir justamente dentro
de ti. Esta personita vivía en el interior
de otra persona de tamaño mayor que podría ser cualquiera de nosotros. Un día
como otro sin pleno aviso, sin acuerdo, sin nada que lo hubiese programado
antes, las dos personas que habían convivido juntos largo tiempo se encontraron
por primera vez. No fue buscando en el interior, ni siquiera mirándose de
frente… Todo lo contrario, las dos personas miraban un punto en común.
Contemplaban y admiraban el horizonte.
La persona de mayor tamaño solo podía
describir hasta donde la luz de sus ojos le permitía llegar. La personita de
menor tamaño en cada imagen veía una historia, le ponía forma, color y dibujaba con toda su ilusión una vida como un
artista. Pero nunca podía imaginar que esas historias algún día podían hacerse
realidad.
Pasaron otoños y primaveras, inviernos y
veranos. La persona de mayor tamaño
contemplaba como pasaba la vida por sus ojos, quería subir a un tren pero no
podía. Deseaba vivir las historias que la personita de menor tamaño dibujaba en
su mente. Eran historias repletas de luz y de amor. “Necesito de tu cuerpo” le
decía la personita pequeña a la grande “Yo solo habito en tu mente”. La persona
grande quería saltar, abandonar su voluntad
llena de miedos y dolor para permitir
explorar la voluntad de la personita
pequeña. Pero no pudo hacerlo. Su propio miedo se había convertido en una red
en la que él mismo estaba atrapado.
Un día la persona pequeña de tamaño grande,
que sólo podía mirar el horizonte sin plantearse nuevas historias de colores,
de tanto mirar a la lejanía no se percató de una piedra que había en el camino,
tropezó con ella, cayó y rompió las piernas. Nunca más pudo andar.
La persona pequeña de tamaño grande lloró
amarga y desconsoladamente, no por el dolor que le producían sus piernas rotas, tampoco
lloraba por no poder andar. Lloraba desconsoladamente por todo lo que no había
andado hasta entonces. La personita grande de tamaño pequeño que habitaba en su
mente lleno de amor le susurraba en el oído: “No llores por todo lo que no has
andado, no hace falta unas piernas para andar, hace falta un corazón latiendo
con fuerza cada momento.”
Y el corazón latía con la fuerza de un mismo
león. Tanta luz salía de su interior que su propia red formada de miedo, rabia
y dolor emocional se fundía transformándose en puro amor. No había nada que
temer pues tampoco había nada que defender. Su alma era tan libre como la de un
bebé. Las dos personas hicieron un pacto, a partir de ahora serían una sola. Sin
darse cuenta sus piernas empezaron a andar, a bailar, a saltar, a correr… Y
recorrieron un jardín lleno de flores tan grande como el mundo.
En el jardín del alma….
Siso Santos.